martes, 18 de enero de 2011

Desdicha de pacotilla

Esta actitud, que no debería pertenecerme
estropea la cosecha y mata el ganado.
Es un invalido que me mira despechado.
Es una peste pesada encostrada en los tímpanos.
Ronda mi almohada.
Ahuyenta a mis amigos.
Y yo le grito y le pido que se aleje,
y ella me mira despechada...
¿Y cómo me deshago de ti? -le pregunto.
Pero ella nació con la misma duda.
Es mi actitud un cerrojo encriptado.
Es un enorme y fofo espantapájaros.
Es una zarza llena de espinas.
¿Y cómo acabar con lo que no tiene vida?

Cargo cada día con su olor a rata muerta,
y se hospeda en mis ganglios con su única misera vela.
¿Y qué busca ella que igual busco yo?
¿Fastidiarme? ¿Compasión?
Algo que sentir...
definición y significado,
no lo sé.

La actitud es una moneda a dos caras;
quisiera saber si la mía no salió defectuosa...
justo como mis costillas, pero menos simpática.
La odio desde la primera vez que se uso su nombre para agredir,
y la protegí con ardor diciendo:
"Yo haré de ti el motor de mis desvaríos ocasionales,
y ya verán que tan buena eres,
porque has crecido a mi lado,
porque mi actitud hacía la actitud positiva es estrictamente negativa,
porque no quiero ser etiquetado...
no seré un iluso
no seré realista
no seré.
Serás transformada y transformaras."

Y ahora me siento en un hoyo anestesiado,
amordazado por mi propia voluntad.
Es necesario admitirlo...
se me escapó de las manos,
ya no es tan solo un tumor benigno.

¡Electrocutenla!

martes, 4 de enero de 2011

La jaula del Zar Malva

"Otro día asqueroso de engrudoso cielo gris destapacorchos" retuerce para si mismo Lutfin refiriéndose a todo. Espera malhumorado sin percatar que su alta sombrilla ha quedado atascada entre la línea eléctrica. Llega Parpara. Ambos entran estorbándose al Zar Malva, una insalubre fonda de lo mejor que puede encontrarse en la ciudad. Hay un montón de cristales rotos en el suelo. Se instalan en la primera mesilla circular, junto al hueco de ventana.
—Perdón por el... los inconvenientes —dice el empleado zafando la vista; y se queda ahí parado sin verlos.
—¿Cómo están los pequeños engendros? —suelta Lutfin a Parpara ­—¿Recibieron las postales?
—No lo sé. No hay tales.
—¿Quién sabe?
—... pues no, no las hay.
Presionado por la gigantesca sombra de la cocina que advierte traspasar los umbrales de su guarida, el camarero presta sus servicios y ofrece presto el menú acelgado de temporada.
—¡Córtame un dedo! ¿Qué es está porquería?
—¿Disculpe?
—Quiero las cebollas campesinas... y un vaso bien nutrido de sake —Lutfin ordena contentón.
—Para mí la trucha marrón a la plancha con naranjada sin hielos. Este clima va a matarnos; mató a mis padres, a mis hermanas y hermanos, sin mencionar a los abuelos y a los abuelos de mis abuelos... a mi esposa...
—Creí que se había alejado de aquí tan pronto te dejó.
—Ah, sí. Eso pasó. De cualquier forma debe estar muerta, donde quiera que esté.
—(Risa nasal) ¿Y sigues correteando polluelas? Debo decirte que no te queda el papel... eres viejo, inmaduro, irritable, infiel, y no olvidemos tu falta de tacto.[1]
—Pues algo a mi tendrías que aprender. Por lo menos yo aparento sentir.
—Quisiera saber qué no aparentas. Es para ti un deporte. En lo personal, prefiero ser perseguido a perseguir... y adoro las tipas simples y grises.    
Los platillos y sus respectivas bebidas fueron depositados frente a los comensales.
—...o tú qué opinas, cachorrín?
—¿Se refiere a mí? —señalando su persona, el camarero, Yoruba, mira a su interlocutor —¿es a mí? —mira ahora a Parpara que lo mira también, a la vez que se columpia en su banco de mimbre y acicala su bigote bombacho de sheriff, lacio y perfectamente bien cepillado. — ¿Sobre cuál asunto, señor?
-Iniciativa.
Yoruba se queda perplejo piquiabierto.
-Yo, yo, yo... no lo he pensado... estoy casado.
—!¿Casado!?¿Quién lo diría?! Te ves tan verde... y ya has volado del nido.
—No, no exactamente.
—Uh! ¡Terrible! Mala idea, muchacho, juntar a dos mujeres en la misma pecera.
—Se equivoca... son cinco. También están mis abuelas y mi hija.
—Oiga usted esto, señor Parpara, es horror de calidad. No contento con un mal empleo, regresa a casa a bucear entre pirañas.
El iris rubí de Yuruba arde intensamente.
—No soy el único varón, también está mi hijo, además se aloja con nosotros un tío... y un amigo que va de paso.
—¡Vaya circo!
Yuruba tiembla de rabia. Sin embargo los clientes se muestran indiferentes y vuelven a retomar su conversación.
—Y dime Parpara, ¿para qué tanta necesidad de vernos?
—Lo logré... al fin te han abierto las puertas en el Mamut Imperial... la ex-fábrica de conservas.
—¡Maldito cabrón! Lo hiciste. ¿Con quién tuviste que fornicar?¿A cuántas camas te metiste?
—Cuatro.
—No lo hubieras hecho... es que mírame; no estoy listo, ni en forma. La última gira fue un rotundo fracaso. Estoy salado. En todos los sentidos. Compruébalo, acércate y olfatea un poco.[2]
       —Tonterías, el mundo del espectáculo tiene sus altas y bajas. Este es el lugar perfecto para brillar. Está lleno de sacos rotos, mírales la cara, —señala al empleado que sigue de pie frente a ellos —cansados de sus vidas rutinarias, apacibles, piden a gritos algo exótico y diferente... como tú. Ya estás brillando.
—Odio este pueblo. El sol sale más tarde que en cualquier otro lugar, las montañas obstruyen albas y atardeceres. Y por si fuera poco, no hay día no nublado con su copiosa lluvia desabrida por las tardes.
—¿Y qué hace exactamente? —interrumpió el mesero, desdeñando en tono y postura.
Lutfin ladeo la cabeza. Parpara tomó la respuesta.
—Lutfin Paradice es la promesa del power pop psicodelico bailable experimental.
—¿Y sobre qué tratan sus composiciones?
—Sobre nada.
—¿¡Nada!?
—Nada.
—...nada...
—Puedes retirarte —dijo Lutfin con toda propiedad y parsimonia mientras desgarraba con las patas la cubierta de papel periódico con que se había cubierto el piso.
Yoruba se retiró a la cocina y regresa sin demora con la cuenta para pasar un cuchillo por el gaznate del gran prospecto de power pop psicodelico bailable experimental. Su cabeza rota desenfrenada, cae hacía atrás. Luego la lengua reblandecida se asoma y cuelga. Al mismo tiempo sus ojos se van tachando. Y finalmente las articulaciones en sus dedos se relajan y sueltan el mantel que ha ruborizado.

—Deliciosa trucha, estoy satisfecho —Parpara exhaló con todo su bienestar. Usó como mondadientes una de las espinas sobrantes. Pagó la cuenta, agregando una generosa propina. Limpió su pico, y salió caminando del establecimiento. Luego corrió, trastornado, exaltado, hasta su ocasional morada. Ahí escondió su cuerpecillo, tras puertas y cobijas. Sin embargo, no sobrevivió a aquella noche; había tragado muchas espinas que perforaron su aparato digestivo con una subsecuente hemorragia.
A las 5:45 de la mañana, Yoruba, tal y como lo había planeado, disolvió fluoruacetato de sodio a su café regular, y se tomó el día libre.



[1] Insensibilidad congénita al dolor.
[2] Chiste bobo entre tengus, las aves no tienen olfato.